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Encuentro en la red - Diario independiente de asuntos cubanos
Viernes, 28 de octubre de 2005
Fidel y la comidaDesde espaguetis, quesos franceses y coco glacé: ¿Cuánto han repercutido en la política nacional los gustos alimenticios del Comandante en Jefe?
por MANUEL PEREIRA, México D.F.
Sobre Fidel Castro se han escrito millones de páginas y, sin embargo, poco sabemos acerca de sus gustos culinarios. Su último biógrafo, Norberto Fuentes (La autobiografía de Fidel Castro. Tomo I. El paraíso de los otros), nos informa que le gusta el té sin azúcar. Lo cual es cierto. En 1965 lo vi tomarse en el restaurante El Patio una infusión prescindiendo del producto nacional, pero sin dejar de fumar su habano.
Pizzería
Pizzería Cinecittá: esquina de 23 y 12, en el Vedado.
Curiosa variante del Contrapunteo Cubano del Tabaco sin el Azúcar que acaso explique por qué uno no se imagina al Comandante bailando un cha cha chá y mucho menos un guaguancó. El hombre es lo que come.
Más tarde el Comandante dejaría de fumar, sin duda para durar más. Sea como sea, lo cierto es que en sus biografías apenas se habla de sus hábitos alimenticios, que —como era de esperar— tienen repercusiones en la política nacional.
A finales de 1982 descubrí el origen de la obsesión gubernamental por las pizzerías. Antes de la revolución, en Cuba casi nadie comía comida italiana. Pero allá por el año 1961 el gobierno empezó a abrir pizzerías en todas partes. Al principio estaban bien surtidas: ¡había hasta pizzas de langosta! Sin embargo, muy pronto empezaron a deteriorarse y el menú quedó reducido a pizza y espaguetis a la napolitana (con salsa de tomate aguada, frugales briznas de queso y poca o ninguna carne).
Ese influjo italianizante se extendió a otros ámbitos como una marejada. Por ejemplo, los más altos dirigentes se movían siempre en automóviles Alfa-Romeo, atributo rodante del poder, y el neorrealismo italiano era considerado como la fuente de inspiración suprema para el recién creado Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC). De hecho, debajo del edificio del ICAIC se inauguró una pizzería que se llama Cinecittá.
Otras pizzerías tenían nombres que remitían a Roma, como Vía Véneto, en el Paseo del Prado. Todo intelectual que se preciara de ser políticamente correcto devoraba los textos de Gramsci como si fueran la Biblia. De buenas a primeras, de Italia empezaron a llegar montones de tractores enanos llamados "piccolinos", la mayoría de los cuales, en vez de arar los campos cubanos, se oxidaban a la intemperie en las afueras de la capital. También llegaron de aquel país legiones de arquitectos, unos para construir la Escuela de Arte de Cubanacán, otros para acumular planos utopistas en el Instituto de Planificación Urbanística.
Por si fuera poco, el gobierno inauguró (o rebautizó) una fábrica de puré de tomate enlatado en cuyas etiquetas se leía: Vita Nova. Nada que ver con Dante Alighieri, pero como había que crear a toda costa al "Hombre Nuevo", nada más lógico que alimentarlo desde la cuna con una salsa de tomate que se llamara "Vida Nueva". Los más jóvenes —los supuestos "hombres nuevos"— se peinaban a principios de los sesenta al estilo Accatone o como Marcelo Mastroianni. Paulatinamente, la gente dejó de decir "adiós" para empezar a decir "chao".
Toda esa "italianización" de la vida nacional no era casual. Siempre me había intrigado que, por ejemplo, la primera —y última— polémica ideológica sobre la libertad de expresión en la Isla girara en torno a una película italiana, La dolce vita. La discusión fue más bien tímida, epidérmica, y muy pronto quedó silenciada desde las más altas esferas del poder.
De todo ello emanaba un inevitable vaho siciliano. ¿En cuántas películas de la mafia no hemos visto tiroteos en pizzerías, manteles a cuadros rojos y blancos salpicados de sangre o de salsa de tomate, ambas perfectamente confundidas y confundibles? ¿En cuántas cintas no hemos visto a los gángsters cocinando ellos mismos espaguetis o regodeándose en la elaboración de unos ñoquis?
Enigma con tufo a 'cosa-nostra'
Al tiempo que se sovietizaba, el país se italianizaba, y hasta cierto punto era más fácil entender lo primero que lo segundo. Para descifrar este enigma con tufo a "cosa-nostra" tuve que esperar a finales de 1982 cuando, en mi presencia, Fidel Castro invitó a comer al bailarín español Antonio Gades. Por suerte, no fui invitado a esa cena. Pero al día siguiente, Gades y su esposa de entonces (La Pepa, Marisol) me contaron una escena delirante.
Parece que el cocinero oficial de Fidel —un mulato bajito y jocoso con sombrero de yarey— no estaba disponible. Ni corto ni perezoso, el Comandante se metió en la cocina, se quitó la guerrera verde olivo, pero no la canana con la pistola, y empezó a hacer espaguetis para sus huéspedes de honor. Lo malo no eran los espaguetis, sino las salsas que él les añadía. Preparaba aderezos insólitos, echándoles soya o jugo de naranja, por ejemplo.
Mientras cocinaba soltaba largas disertaciones sobre las propiedades nutritivas de esas salsas, de donde se deduce que Fidel es subversivo hasta cocinando. Le gusta inventar allí donde ya no hay nada que inventar. Cocina como gobierna, guisando utopías. Según me dijeron entre susurros los ilustres invitados españoles aquello no había quien se lo comiera.
Sólo entonces empecé a entender un poco mejor la historia secreta de mi país. La comida tradicional cubana (frijoles negros con arroz, yuca, carne de puerco, plátanos, boniato, malanga…) había desaparecido ya para 1961 y aún en nuestros días escasea. La planificación socialista de la economía, la colectivización de la agricultura y otros desmanes acabaron enseguida con las frutas del país y con los productos de la tierra.
Detrás de la mía, tres generaciones de cubanos ignoran hoy lo que es una champola de guanábana y apenas columbran qué cosa es un arroz con quimbombó, un fufú de plátano o un ajiaco. ¿Se imaginan al pueblo mexicano sin sus pozoles, sin sus tamales, sin sus tacos, sus sopes y sus tortillas de maíz durante más de cuarenta años?
A falta de comida criolla, a partir de 1961 las colas crecieron como trenzas chinas delante de las pizzerías. Lo programado por la eterna libreta de racionamiento era —y sigue siendo— tan poco que había que acudir a esos establecimientos para rellenar la barriga. En los primeros tiempos, los cubanos comían los espaguetis cortándolos en trocitos con el cuchillo y el tenedor, como si fueran bistecs de palomilla, que era lo que en realidad tenían ganas de comer. No sabían enrollarlos en el tenedor, no había ninguna cultura de comer pastas en el país. Cortaban las lasañas con cucharas y andar por ahí con una pizza grasienta envuelta en papel de estraza, o pasearse por la calle devorándola, se convirtieron en rituales habaneros antes nunca vistos.
De resultas, la famosa Bodeguita del Medio —que es la Catedral del Congrí— quedó obnubilada durante una década bajo la impetuosa avalancha de restaurantes estatales de espuria inspiración italiana. Incluso llegaron a cerrarla durante algunos años. Con aquella proliferación de pizzerías, Fidel Castro estaba proyectando hacia la población su gusto por las pastas. Era como si quisiera enseñar a comer a la gente. Si a él le gustaba la comida italiana, ¿cómo no iba a gustarle a "su" pueblo?
No tengo nada contra las pizzas, pero sí contra el hecho de que todos los cubanos tuviéramos que compartir sus aficiones gastronómicas. Bueno, no todas, porque muy pronto prohibió el consumo de la langosta para dedicarla exclusivamente a la exportación. En un país donde todo —menos el cepillo de dientes— es propiedad del Estado, ese afán paternalista tenía que convertirse por real decreto en una especie de dictadura estomacal.
No sólo proliferaban las pizzerías, sino que además el gobierno distribuía espaguetis por la libreta de abastecimientos: única opción para la canasta familiar. Durante por lo menos un par de años las pastas fueron prácticamente el alimento básico de los cubanos. Incluso llegaron a sustituir a las viandas hasta el punto que el humor popular empezó a llamarles "playa larga" a los espaguetis.
"¿Qué comiste hoy, compadre?", se oía en una esquina.
"Playa larga, igual que tú", respondía el otro.
Aparte del obvio símil entre "larga" y "espagueti", el chiste entrañaba un sarcasmo político porque Playa Larga es el nombre de uno de los arenales que están en Bahía de Cochinos, donde tuvo lugar la invasión de Girón en abril de 1961. Se ridiculizaba así —como desquite a tanta penuria planificada— un acontecimiento oficialmente presentado como heroico. La gente se vengaba con razón de que los antojos de un solo individuo se hubieran convertido en política alimentaria a escala nacional.
A finales de aquel año 1982 la Pepa y Gades se casaron en La Habana con Fidel Castro como padrino, quien volvió a obsequiarlos con otra de sus imposibles espaguetadas. Al año siguiente pude confirmar mis sospechas sobre el despotismo gastronómico durante un viaje que hice a Italia. Mi editora de entonces, Inge Feltrinelli, me entregó un paquete herméticamente embalado para el Comandante. Al principio pensé que eran libros, pero aquel envoltorio estaba tan rodeado de misterio que ni siquiera me atreví a preguntar qué contenía.
Cuando llegué a La Habana lo entregué a las autoridades pertinentes, y sólo más tarde supe lo que contenía el bulto: ¡una máquina de hacer espaguetis! Fidel no sólo quería hervir personalmente sus espaguetis, también quería fabricarlos. ¿Era simple prurito o más bien miedo a que lo envenenaran?
Años más tarde, cuando yo trabajaba en la Unesco, fui testigo de envíos de diversas variedades de quesos franceses para el Comandante. A veces era tanta la urgencia que en la embajada cubana de París usaban la valija diplomática para hacerlos llegar a La Habana a la mayor brevedad posible. Por supuesto, esos no eran los quesos que se servían (parcamente) en las pizzerías cubanas.
Otras de sus debilidades culinarias
Aparte de la cocina italiana, la otra pasión gastronómica del Comandante es la comida china. De ahí la soya en los espaguetis. Cuando estudiaba en la universidad iba al barrio chino habanero a comer en un restaurante llamado El Pacífico. Era un lugar caro, no una de las tantas fondas chinas donde se consumía ante todo sopa de aleta de tiburón.
El barrio chino empezó a decaer a inicios de la revolución. La última oleada de emigrantes asiáticos había llegado a la Isla hacia 1929, de modo que ya para 1960 la población estaba envejecida, y con el triunfo revolucionario el Chinatown recibió el de gracia cuando cerraron todos los negocios privados, entre los cuales estaba el favorito de Fidel, El Pacífico.
Hace poco reabrieron El Pacífico, pero ya no es lo mismo, porque no hay chinos. Se murieron todos. A menos que importen orientales de Corea del Norte, no sé cómo van a resucitar el espíritu de ese vecindario. Y ni así… ya nunca El Pacífico ni el Barrio Chino volverán a tener el encanto milenario de otros tiempos.
Y así llegamos a los postres… A mediados de los ochenta fui testigo de otra debilidad culinaria del Comandante: el coco glacé, o nieve de coco. Estábamos en el Palacio de la Revolución, en el salón de recepciones. Fidel Castro flotaba literalmente en medio de una multitud de admiradores que lo seguían a todas partes, como autómatas. Casi huyendo de ellos, de pronto el Comandante se metió en un salón más privado, más pequeño, con puertas de cañas de bambú. Allí no cabía la muchedumbre de invitados.
En el último minuto pude colarme en el saloncito de bambú. Yo iba picando de todo lo que había en la mesa. Una periodista española, descalza, se empinaba para hablar con Fidel. Él le contaba la historia de las guerras de independencia de Cuba. A ella se le caía la baba contemplando a su héroe. Fidel miraba de vez en cuando los cocos glacés desplegados en la mesa: blancos, helados, cremosos. La periodista gallega saboreaba su coco glacé mientras se comía con los ojos al Comandante. Fidel exclamó: "¿y para mí no hay coco glacé?". La periodista se apresuró a alcanzarle uno de los que estaban en la mesa, pero Pepín Naranjo —mano derecha del Comandante por aquel entonces— alzó las cejas y la petrificó en el acto.
Pepín no se separaba de su jefe, estaba a sus espaldas. Hizo una seña con el dedo y enseguida apareció un cocinero, como salido de la nada, con un coco glacé especial para Fidel. Traído exclusivamente para él, directamente de la cocina. No era un coco glacé cualquiera de los tantos que estaban en la larga mesa. Era el coco glacé destinado a él. ¿O debo decir a Él?
De nuevo me asaltó la pregunta: ¿tenía miedo a que lo envenenaran con un coco glacé? ¿Tenía miedo incluso allí, en el sanctasanctórum del salón de recepciones del Palacio de la Revolución, rodeado de cientos de agentes secretos y soldados armados?
Sea como sea, lo cierto es que el manjar más deletéreo para el Comandante fue el corderito que le ofreció no hace mucho el presidente Fox. El corderito asado —picoso o no— que motivó el desaguisado de la grabación telefónica que el mandatario cubano hizo pública. Políticamente hablando ese corderito sí que fue mortífero, mucho más letal que todos los cocos glacés del mundo.
(*) Publicado en la revista mexicana Día Siete.
URL
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